Ya no te odio
Confesiones de una mujer maltratadora
Por R. A.
Antes creía que tenias la obligación de salvarme, de la vida, del dolor, de mi misma, de mis deseos de morir y te odiaba... Te odié durante muchísimo tiempo. Te odié hasta límites que no puedes llegar a imaginar. Te odié porque no sabías, porque no podías hacerlo. ¡Tenías que ser un padre todopoderoso, porque yo era la niña perfecta! ¡me esforzaba tantísimo en serlo! pero tú siempre apareciste ante mis ojos como un padre precario, un padre débil, un padre despreciable. Y te odiaba, y te exigía y te gritaba, y te insultaba, y como venganza te puse los cuernos cientos de veces en mi imaginación y algunas, no tantas, en la realidad.
Ahora se que no eres culpable de nada, que no tienes que salvarme, darme lo que yo no soy capaz de conseguir. También se que mis dolores son la repetición de un dolor muy primitivo, del dolor más antiguo que una persona puede sentir: la desesperada necesidad de ser salvada de una madre loca, de una mujer egoista y manipuladora que siempre me usó y de un padre cobarde que nunca me defendió. Lo mio, ahora lo se, es la necesidad de ser rescatada de una vida que siempre he sentido como algo difícil y muy peligroso. Y eso sólo hubiera podido hacerlo un padre fuerte y bueno, del que yo no habría querido separarme jamás. La madre era mi infierno, el padre mi ansiado paraiso.
Después de peregrinar, de perderme, de casi volverme loca o suicidarme (tú lo sabes...), ahora con la terapia puedo verte, puedo sentirte de un modo distinto y paradójicamente, es ahora cuando me salvas: no eres un héroe, eres sólo un hombre, con sus problemas, pero sobre todo, eres una persona a merced de su propia realidad, viviendo como puede, tan indefenso como yo, tan solo como yo, o tal vez más. Y es ahora cuando siento una profunda pena y verguenza por todo lo que he hecho. Por todo lo que te he hecho pasar.
Ahora también se que cuando uno está furioso y aporrea el pecho del otro no siente su propio desamparo, su propia miseria, su propia soledad. Está ciego de odio, vive sólo para odiar, para justificar y alimentar su furia. Es una droga, una razón para vivir. La mayoría de la gente no sabría que hacer con su vida si no la sostuviera el odio. Tal vez sea cierta la teoría de que a más mala leche más tiempo se vive. Los que se alimentan de odio están más preparados para sobrevivir y le roban la comida (¿o el alma?) al más pacífico. Y yo durante mucho tiempo me he alimentado de ti porque tú no odias, tú eres un hombre bueno y depresivo y por eso me has soportado durante tanto tiempo, recibiendo apenas nada a cambio...
La nuestra, como casi todas, es la historia de una alucinación. Yo te quise ver como un padre sereno y tranquilo que me daría la paz que no tengo, mientras tú me imaginabas como una madre amorosa y fuerte con la que poder salir adelante en la vida. Pero el encantamiento se rompió muy pronto cuando vimos que ninguno éramos lo que parecíamos y ahí empezó el infierno... Un infierno en el que casi nos abrasamos los dos.
Se que las disculpas no sirven de mucho, pero por si acaso quiero decirte que así como durante años negué indignada lo que me decías, ahora se que es cierto, que durante mucho tiempo te he maltratado y que no sabes lo que daría para poder cambiar cada uno de esos actos humillantes a los que te he sometido porque no era capaz de gritarles a mi padre y a mi madre lo que sí me atrevía a gritarte a tí.
Lo siento mucho, mi amor.
Ahora se que no eres culpable de nada, que no tienes que salvarme, darme lo que yo no soy capaz de conseguir. También se que mis dolores son la repetición de un dolor muy primitivo, del dolor más antiguo que una persona puede sentir: la desesperada necesidad de ser salvada de una madre loca, de una mujer egoista y manipuladora que siempre me usó y de un padre cobarde que nunca me defendió. Lo mio, ahora lo se, es la necesidad de ser rescatada de una vida que siempre he sentido como algo difícil y muy peligroso. Y eso sólo hubiera podido hacerlo un padre fuerte y bueno, del que yo no habría querido separarme jamás. La madre era mi infierno, el padre mi ansiado paraiso.
Después de peregrinar, de perderme, de casi volverme loca o suicidarme (tú lo sabes...), ahora con la terapia puedo verte, puedo sentirte de un modo distinto y paradójicamente, es ahora cuando me salvas: no eres un héroe, eres sólo un hombre, con sus problemas, pero sobre todo, eres una persona a merced de su propia realidad, viviendo como puede, tan indefenso como yo, tan solo como yo, o tal vez más. Y es ahora cuando siento una profunda pena y verguenza por todo lo que he hecho. Por todo lo que te he hecho pasar.
Ahora también se que cuando uno está furioso y aporrea el pecho del otro no siente su propio desamparo, su propia miseria, su propia soledad. Está ciego de odio, vive sólo para odiar, para justificar y alimentar su furia. Es una droga, una razón para vivir. La mayoría de la gente no sabría que hacer con su vida si no la sostuviera el odio. Tal vez sea cierta la teoría de que a más mala leche más tiempo se vive. Los que se alimentan de odio están más preparados para sobrevivir y le roban la comida (¿o el alma?) al más pacífico. Y yo durante mucho tiempo me he alimentado de ti porque tú no odias, tú eres un hombre bueno y depresivo y por eso me has soportado durante tanto tiempo, recibiendo apenas nada a cambio...
La nuestra, como casi todas, es la historia de una alucinación. Yo te quise ver como un padre sereno y tranquilo que me daría la paz que no tengo, mientras tú me imaginabas como una madre amorosa y fuerte con la que poder salir adelante en la vida. Pero el encantamiento se rompió muy pronto cuando vimos que ninguno éramos lo que parecíamos y ahí empezó el infierno... Un infierno en el que casi nos abrasamos los dos.
Se que las disculpas no sirven de mucho, pero por si acaso quiero decirte que así como durante años negué indignada lo que me decías, ahora se que es cierto, que durante mucho tiempo te he maltratado y que no sabes lo que daría para poder cambiar cada uno de esos actos humillantes a los que te he sometido porque no era capaz de gritarles a mi padre y a mi madre lo que sí me atrevía a gritarte a tí.
Lo siento mucho, mi amor.
fuente: http://www.psicodinamicajlc.com/articulos/op/otros/yanoteodio.html
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